miércoles, 7 de mayo de 2014

TRABAJAR PARA NO VIVIR

Durante la segunda mitad del siglo XIX el movimiento obrero libró en todo el mundo una lucha común por la implementación efectiva de la jornada de trabajo de 8 horas y la prohibición del trabajo infantil.

Tal fue la consigna que desencadenó la llamada Revuelta de Haymarket en Chicago, EEUU, en mayo de 1886. Revuelta que quedaría para siempre recordada en el calendario como el 1ro de mayo: Día del trabajador, designación ambigua y aclasista que demuestra la recuperación que sufren históricamente las luchas proletarias a manos de la burguesía. Como si no fuera suficiente, dependiendo del lugar también se conoce a esta fecha como “día del trabajo” o “fiesta del trabajo”.

En el imaginario burgués, la distancia cura algunos viejos rencores y la historia se reescribe para bien de los poderosos. Se olvidan del absentismo en masa, los policías muertos y las fábricas destrozadas por el sabotaje; mientras se les reconoce a los proletarios la creación de sindicatos y su entereza para luchar por derechos laborales y causas justas como la igualdad de la mujer en el ámbito laboral. Se distorsiona y fragmenta nuestra historia, quedando solo para la ideología dominante lo útil, lo eficiente, lo progresista. Nuestras desviaciones son las virtudes de la burguesía.

Nosotros, por ser proletarios, tenemos sin embargo una memoria más completa y, al no tener necesidad de falsificar, dirigir o ideologizar, podemos ver los hechos como realmente fueron. Nuestros compañeros de antaño lucharon para eliminar el trabajo de sus vidas, con las herramientas y las capacidades que tuvieron en ese entonces. Su proclama: 8 de trabajo, 8 de esparcimiento y 8 de descanso no buscaba afirmar que el trabajo fuera positivo o satisfactorio para el ser humano, sino todo lo contrario.

Es que en ese 8 de esparcimiento se encuentra el núcleo de la consigna. 8 horas recuperadas que antes se malgastaban en la mina, la fábrica o la parcela del patrón, que podían ser utilizadas para discutir con los compañeros, organizar las siguientes luchas, sanar el cuerpo cansado, disfrutar de la corporalidad, dar amor a los niños o gozar de la lectura de un libro apasionante. Esas 8 eran uno entre tantos pasos que iban a borrar para siempre al trabajo de nuestras vidas.

El movimiento obrero y revolucionario de mediados y fines del siglo XIX tenía sin embargo una debilidad notoria, ya que asumía que el mismo carácter del trabajo y el sistema tecnocientífico tendían indefectiblemente a hacer que la jornada disminuyera en horas trabajadas y en intensidad física. El problema parecía ser principalmente la propiedad de los medios de producción por parte de la burguesía y el Estado, y no la producción en sí (incluidos sus métodos, sus tecnologías y maquinarias, sus productos). En base a esta incrédula neutralidad respecto del desarrollo capitalista, todo un ejército de autores y organizaciones diseminaron un sinfín de mitos que cimentarían esta noción, de que gracias a las máquinas y a los avances médicos, a los métodos de trabajo científico, a las gloriosas luchas de sindicatos y los descubrimientos del sistema de trabajo por cooperativas, nuestras vidas mejorarían significativamente.

En la ley escrita para gran parte del mundo hacia 1910, la jornada de 8 horas, el descanso dominical y la prohibición del trabajo infantil ya eran un hecho. Esta situación fomentó la veta reformista del movimiento obrero, la oficialización de sus organizaciones y la creencia de que la mejor manera de dar las luchas era la democrática, con reclamos que subieran por la vía parlamentaria y forjando partidos socialdemócratas que fueran la voz de los obreros.

Pero en la realidad, la jornada de trabajo no hizo otra cosa que repartirse socialmente. Se continuó con el proceso de proletarización de comunidades en los rincones del globo, se disminuyeron significativamente los días de descanso festivos y las horas de los trabajadores en blanco mientras que las jornadas de los trabajadores no regulados mantuvieron las mismas condiciones extenuantes. Se sacó forzosamente a los niños de sus casas y de sus calles para que incorporaran en las escuelas la formación técnica, la disciplina y la autocensura imprescindibles para ser los trabajadores del mañana, en muchos casos, de un mañana demasiado próximo.

Se incentivó masivamente el ingreso en el sistema de trabajo asalariado a la mujer, mientras millones de hombres morían en trincheras y campos de batallas de las sangrientas guerras del siglo XX, en las que se sacrificó ritualmente a los que somos un excedente para este sistema y a las mercancías sobreproducidas que dificultaban la valorización, a la vez que se generalizaron campos de trabajo forzado en las más diversas regiones.

La cruda realidad del trabajo hoy

Hace 15 años, en Francia, se anunciaba a viva voz que legalmente la jornada de trabajo máxima permitida se reducía a 35 horas semanales. Hace años que se sabe que ese experimento de benevolencia fracasó (al menos en su sentido formal), ya que el promedio de trabajo real nunca descendió. Lo único que disminuyó verdaderamente fueron los aportes jubilatorios, ya que el resto de la jornada se continuaba en negro. Además se disminuyó el salario mínimo de los jóvenes y, bajo la tan de moda excusa de la austeridad, hace 2 años que no se actualiza el salario. Hoy en día las encuestas afirman que en Francia se trabajan en promedio y de manera regulada, 41 horas semanales por trabajador. Y así como sucedió en Francia puede que suceda en cualquier parte…

No es sólo el tiempo de trabajo real lo que aumenta mundialmente. Desde el trabajador que vuelve a la casa y recibe llamados o mensajes de texto de sus jefes y compañeros de otro turno, que le consultan sobre tal proyecto o sobre la ubicación de un archivo extraviado, hasta las interminables asambleas de las cooperativas y empresas recuperadas en Argentina (que según su presidenta el país es una “gran fábrica recuperada”), la tendencia en el mundo actual es trabajar todo el tiempo y camuflar de ocio lo que en realidad es tiempo de desgaste.

Es que en el mundo actual no sólo trabajamos en el trabajo propiamente dicho, sino que nuestra actividad fuera de la oficina o el taller también sirve para reproducir el sistema productivo. Estudios de mercado, perfiles psicológicos de consumo y trackers que ven lo que buscamos cuando navegamos la Internet dan forma a las nuevas mercancías que saldrán al mercado y orientan a la burguesía en su interminable proceso de reasignación de capitales según tasas de ganancias y expectativas a futuro. Consumimos mientras producimos y producimos mientras consumimos.

Encima de todo esto las condiciones del trabajo formalizado continúan eclipsando el hecho de que en todo el mundo, y especialmente en algunas regiones, se sigue haciendo trabajar como esclavos a millones de hombres, mujeres y niños, como mineros, recolectores de cacao, obreros textiles clandestinos, o directamente como cuerpos para ser violados por los seres humanos más perversos de este planeta.

Contra el mito del trabajo

Todos estos mitos y argumentos por el trabajo esconden una verdad fundamental. Es que detrás de la ganancia del burgués se encuentra siempre el plusvalor (ver ¡Ganancia, ganancia, ganancia!, en La oveja Negra #13). Por más que él lo esconda, y que a nuestra clase le cueste reconocerlo, este sistema de trabajo forzoso debe ser mantenido a cualquier costo. El capital no vive sin trabajo, sin convertir trabajo vivo a su forma muerta de mercancías y dinero, y es por esto que más allá de discursos engañosos y utopías técnicas la jornada de trabajo real no descenderá jamás a menos que nos impongamos como clase y la reduzcamos, a cero horas por día.

De las 32 horas semanales en Corea del Sur, y dando una vuelta al mundo por miles de condiciones dispares y fragmentadas que nos brinda este sistema de muerte capitalista, volvemos unos kilómetros al Norte, a las 120 que se estima trabajan los prisioneros en los campos de concentración de “la Corea socialista”. De las empresas en Silicon Valley con su promoción de la creatividad y el trabajo libre de estrés, a las condiciones de guerra–trabajo en una mina de coltan en el Congo. Del cuentapropismo forzado de obreros fabriles que al ser despedidos les ofrecen un torno para producir desde sus casas para su antiguo empleador, sin jubilación ni obra social, a las cárceles privadas que pagan fracciones del salario mínimo a mano de obra semiesclava.

Existen miles de condiciones diversas bajo el oscuro sol capitalista, como también existen miles de discursos que acuerdan o son seudocríticos de la condición laboral. De lo que se trata es de no perderse en esa maraña, de no claudicar, e ir siempre a la raíz de los problemas. Cientos de intelectuales afirman que las cosas han cambiado, que el sistema productivo ya no es lo que era, que no podemos seguir hablando de proletarios, que ya no estamos en una fábrica, que la realidad es más compleja, que lo que se decía hace 100 o 150 años ya no nos sirve de nada.

El Capital traga dentro de sí todas las formas y métodos que le hagan expandirse. Pero más allá de las diferencias y las multiplicidades en su superficie continúa teniendo un núcleo invariante, el del valor, la mercancía y el trabajo. Es por eso que nuestra clase tiene que exponer con cada vez más fuerza su posición histórica e invariante: fuera y contra el Estado y los sindicatos, por la abolición del sistema de trabajo asalariado. Para que nuestra actividad real humana —tanto comer, habitar, como crear, disfrutar, sufrir, en definitiva, vivir— jamás vuelva a organizarse como trabajo, como subordinación de la existencia a la ganancia.

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