domingo, 7 de febrero de 2016

LA PROPIEDAD ES EL ROBO

Un corte en la rutina diaria que se repite cada mes rutinariamente: desviar el camino para pagar el alquiler antes de ir a vender la fuerza de trabajo. Dos caras de la misma moneda. Dos caras de la privación de los medios para vivir. Y entre calle y calle se recuerda la sentencia que Proudhon en 1840 dictara al mundo y que aún parece una novedad frente a la normalidad capitalista: «La propiedad es el robo».

Si no nos tragamos el cuento posmoderno y liberal, es decir burgués, de que cada uno individualmente crea su propia realidad, debemos saber que el desarrollo del Capital separó violentamente a millones de seres humanos de sus medios de vida imponiendo la propiedad privada y el trabajo asalariado: una vez desposeídos de nuestros medios para vivir, el trabajo se convirtió en el factor determinante de la supervivencia de nuestra clase. Y eso no fue decidido por nosotros ni por nuestros padres ni nuestros abuelos, es la historia de los últimos siglos. La propiedad es entonces una dolencia social e histórica, y no personal.

Sin embargo, cabe señalar que la propiedad privada no es simplemente una relación de los humanos con las cosas, es una relación entre humanos que se tratan como cosas. «Lo mío es mío y lo tuyo es tuyo» reza el pensamiento dominante y se hace carne en personas que se privan unas a otras. La conciencia heredada de la esfera productiva se reproduce en cada aspecto de nuestras vidas y esto está tan naturalizado como lo está el hecho de tener que pagar para sobrevivir, como el hecho de tener que pagar por lo que nosotros mismos producimos.

Una necesidad puede satisfacerse con objetos que se hallan exhibidos detrás de una vidriera, pero el dictamen es que los mismos no pueden tomarse… esa es nuestra absurda realidad. No pueden tomarse porque hay una vidriera y, en la mayoría de las ocasiones, no puede romperse porque siquiera se imagina la posibilidad, porque la imaginación ha sido domesticada, porque hay un policía sostenido por toda una institución, por la ley, por el Estado, por el poder del dinero. Y más absurda podría sonar nuestra realidad cuando entendemos que muchas de las necesidades que podríamos satisfacer con lo expuesto en esa vidriera son inventadas por los mismos que nos privan de los medios para hacerlo. Puede sonar absurdo, pero no lo es. Nos encontramos día a día con nuevas necesidades de toda índole que se vuelven indispensables para mantener el orden social, que muy lejos están de nuestros verdaderos intereses como proletarios y que son necesarias para justificar el avance indiscriminado del Capital sobre nuestras vidas. A estas necesidades inventadas las saciamos con mercancías que pagaremos dos veces: cuando las producimos y cuando las compramos.

Y aún en estas condiciones de atropello y sin razón causa burla, cuando no rechazo, proclamar la necesidad de la abolición de la propiedad privada. Un viejo manifiesto de 1848 decía: «Os horrorizáis que queramos abolir la propiedad privada. Pero, en vuestra sociedad actual, la propiedad privada está abolida para las nueve décimas partes de sus miembros; la misma existe precisamente porque no existe para esas nueve décimas partes. Nos reprocháis, pues, el querer abolir una forma de propiedad que no puede existir sino a condición de que la inmensa mayoría de la sociedad sea privada de propiedad.»

Cuando arremete la angustia de que «unos tienen tanto y otros tan poco» debemos recordar que unos tienen tanto a condición de que otros tengan tan poco. Esa angustia tiene un destinatario: la burguesía. Y debe convertirse en odio, en rechazo, en hambre de revolución social. Una revolución que no se pregunta cómo repartir mejor la propiedad y sus privaciones. ¿Quién llevaría adelante el reparto? ¿Cuál es la proporción de desigualdad tolerable para el ser humano? Dejemos este tipo de preguntas a los reformistas que ahogan la lucha por la vida, nuestras necesidades y nuestros deseos en el agua helada de la espera paciente y ordenada.

Nosotros, los privados de propiedad, tenemos que acabar con todo este mundo de privaciones que nos obliga a vender nuestra fuerza vital, nuestro tiempo, nuestro cuerpo. Que nos obliga a comprar lo que precisamos para vivir (aún adulterado, falsificado) y lo que nos permite sobrevivir en este mundo.

Que suene la hora postrera de la propiedad privada y los privadores sean privados de ejercer su dominio sobre el mundo.

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